
En cierta ocasión, Alfred Adler (1870 – 1937, médico y psicoanalista austríaco) expresó: “Una mentira no tendría ningún sentido, a menos que sintiéramos la verdad como algo peligroso”. En la República Argentina, actualmente, la verdad resulta un peligro latente. En muchas ocasiones, la realidad objetiva no representa una opción atractiva que sirva como guía para alcanzar un entendimiento óptimo sobre los acontecimientos diarios. Por eso, se prefieren los relatos discursivos e ideológicos, sin importar que estos carezcan de argumentos que respalden esas narrativas socialmente aceptadas.
En términos políticos, la sociedad argentina reflexiona de manera curiosa. Afirma estar harta de los eternos problemas que padece, generados en su gran mayoría por una nefasta e improductiva clase política. Clama por soluciones urgentes y de fondo. Anhela contar con una renovación dirigencial donde prevalezca la honestidad, ética y transparencia en el desempeño de cargos públicos. Un deseo compartido y coherente. Sin embargo, parece no advertir algo importante: ello no será posible en el corto plazo.Dicha solución, dependerá de un proceso de mediano a largo plazo de duración. Aquí, surge una primera verdad incómoda: los cambios verdaderos, profundos y eficientes, no son rápidos; toda transformación necesita un tiempo razonable de gestación y trabajo.
Teniendo en cuenta lo anterior, es preciso afirmar que la segunda verdad es menos agradable aun: los argentinos deberán lidiar con la mediocridad política que los rodea desde hace décadas, algunos años más. Esto será hasta que se pueda materializar finalmente la renovación dirigencial que tanto desean. Ligado a esto último, se desprende una tercera verdad angustiante: ha sido la propia sociedad la encargada de mantener vigentes, y darles poder, a los mismos políticos que tantas veces la ha perjudicado. Es decir, dicho padecimiento ha sido de generación social propia, y no un mal ajeno que llegó para perjudicar el avance del país. Todo ha sido “merito” de la ciudadanía, en mayor o menor medida, de acuerdo a su voluntad electoral. Síndrome de Argentina.
Un repetido vicio nacional es analizar el espectro político como si hubiese figuras de la talla y el virtuosismo de Nelson Mandela, Mahatma Gandhi, Winston Churchill, José de San Martin, Manuel Belgrano o Martín Luther King. Y no, ni por asomo hay dirigentes mínimamente parecidos a estos. La realidad indica que, políticamente, el país solo debe conformarse con Alberto Fernández, Cristina Fernández de Kirchner, Sergio Massa, Mauricio Macri, Máximo Kirchner, José Luis Espert y Juan Grabois, entre otros tantos. Es lo que hay. Y ante dicho panorama desolador, se deben buscar posibles soluciones a los problemas existentes. Casi, una tarea titánica.
En vista de esto último, llega una cuarta verdad: Argentina no posee un “semillero” de dirigentes políticos de gran valía y destreza como suele creerse. Solo es un país tercermundista, sumido en una profunda mediocridad cultural, padeciendo recurrentes crisis sociales y económicas, sufriendo problemas estructurales de larga data y que se muestra preso de una clase política inoperante. Justamente, la misma que ha generado todas las problemáticas descriptas, manteniéndolas irresueltas al día de la fecha. En realidad, tiene una clase dirigencial a la medida de su caótico entorno nacional. Al reflexionar sobre política, lo recomendable seria conocer claramente las problemáticas existentes. Sin caer en la tentación de adherir a falsos escenarios.
La quinta verdad es menos agradable que todas las anteriormente expuestas. En cada elección, pasada o futura, el argentino siempre busca optar por la “mejor” opción posible. Lo que representa una tremenda equivocación. ¿Cómo pretender elegir lo “bueno” dentro de un contexto dominado por lo vulgar? En realidad, el argentino debe convencerse de elegir al candidato menos nocivo, el menos dañino al momento de ejercer un cargo público. Es decir, no buscar al “mejor” de todos (porque no lo hay), sino al menos peor. Sin la contextualización adecuada, coherente y honesta, cualquier análisis político que se realice será confuso, absurdo e ineficaz. Se tejerán hipótesis que jamás podrían ser aplicadas en la realidad objetiva; alimentando relatos dañinos y obsoletos.
A más de 8 meses de iniciada la gestión de Alberto Fernández y C.F.K., surge con fuerza una sexta verdad, tan ninguneada e imposible de aceptar por muchos, como ser: en las elecciones presidenciales de 2019, habia que votar masivamente a Juntos por el Cambio. Sin pandemia y cuarentena a la vista, se sabía perfectamente cuales eran los intereses perseguiría el Frente de Todos: lograr impunidad judicial para Cristina, sus hijos y socios; profundizar el populismo; ir en contra de la propiedad privada; doblegar al Poder Judicial; etc. Lo que, finalmente, ocurre en la actualidad. Todo eso se conocía de antemano, nadie puede alegar lo contrario. Sin embargo, el enojo contra Macri pudo más y se ignoró la quinta verdad anteriormente descripta.
Da mucha pena decirlo, pero la última elección se definió por promesas de campaña mediocres, tales como: la vuelta del asado, fútbol “gratis”, tarifas congeladas y heladeras llenas. Si todo eso no aporta real dimensión de la mediocridad en la que se encuentra sumido el país, nada más lo hará. Habiendo expuesto algunas verdades difíciles de aceptar, es momento de explicar porque Mauricio Macri era la opción menos dañina que debía haberse elegido en 2019.
- Poco Poder e Influencia Política. Si bien esto puede padecer un aspecto negativo para cualquier gobierno, en Argentina resulta todo lo contrario. El peronismo basa su poder en el control casi absoluto de sindicatos, gremios, agrupaciones sociales, mayoría en el Poder Legislativo y fuertes lazos con la Iglesia y sectores empresariales. Dicho predominio le permite prescindir de aspectos como, por ejemplo: transparencia en la gestión, manejándose casi con autoritarismo, sin rendir cuentas por ello. En cambio, un gobierno con menor nivel de poder se encuentra obligado a recurrir a la responsabilidad de rendir cuentas por sus actos y transparentar su gestión.
- Problemas Estructurales y Tiempo. Las preocupantes problemáticas sociales y económicas que padece Argentina no se pueden resolver en 4 años, durante una sola gestión presidencial. Mínimamente, se requiere una década para llevar adelante un plan que permita comenzar a resolver paulatinamente las falencias existentes. Es decir, se precisarían tres mandatos presidenciales consecutivos para lograr resultados iniciales. Curiosamente, aquellos que entienden sobre planificación y ejecución de proyectos, nunca explican esto. Exigir soluciones de fondo a un solo gobierno resulta utópico. Mucho más, si se tiene en cuenta que no hubo un nivel de exigencia similar con procesos anteriores que gobernaron durante una década, o más tiempo.
- Poco reconocimiento a resultados óptimos, ajenos a lo económico. Si bien la Economía fue un problema durante el macrismo – sabiendo que tampoco habia heredado un país próspero y pujante – , es posible destacar resultados en otras materias: seguridad, lucha contra el narcotráfico, modernización del Estado, Obra Pública (sin escándalos de corrupción, en comparación al menemismo o kirchnerismo), mejora en la transferencia de recursos coparticipables para las provincias, etc. Hoy, a poco más de 8 meses desde el cambio de gobierno, nada de eso sigue vigente. Sumado a la crisis económica latente.
Un vez más, en 2019, el relato político pudo más que las verdades. Tal vez, sea porque el primero ofrece un endulzamiento argumental atractivo e irresistible, algo que el segundo se muestra impotente de convidar. Lo cierto es que ningún país crece y se desarrolla a base de relatos y mentiras. Mucho menos, descartando recurrir a la verdad para conocer los motivos reales que propician sus problemáticas irresueltas. Mientras la sociedad argentina siga eligiendo creer en narrativas irreales, antes que en argumentos sinceros (sin importar cuan dolorosa e incómoda pudiera ser la verdad que esos hechos pudieran aportar), continuará equivocando su rumbo, una y otra vez. Esto, inevitablemente, lleva a formular una pregunta pertinente: ¿hasta cuándo?